El Imperio Antiguo

Arquitectura

Con la llegada al poder de la III dinastía se produjeron importantes innovaciones en el campo de la arquitectura. Las construcciones en adobe del período predinástico y tinita dejaron paso a una arquitectura monumental en piedra, de carácter funerario, que se materializó en dos tipos básicos: las mastaba y la pirámide. Por el contrario, la arquitectura civil, e incluso la palaciega, continuó ocupando un segundo lugar, realizada con materiales pobres, como la caña, la madera o el ladrillo.

La creencia de los egipcios en la existencia de una vida después de la muerte tuvo una influencia decisiva en la construcción de sus edificios funerarios. El hábito de embalsamar a los muertos para conservar el cuerpo, como lo exigía el rito de Osirirs, iba acompañado de la obligación de procurar una morada para el respeto del cadáver. Ello llevó a que la tumba alcanzara una gran importancia y a que se convirtiera, al mismo tiempo, en uno de los elementos más característicos del arte egipcio. Durante el Imperio Antiguo (I y II dinastía), los faraónes fueron enterrados en el mastaba, una tumba en forma de pirámide truncada erigida sobre una cámara subterránea, que constaba de una sala para las ofrendas, la capilla y la cámara mortuoria propiamente dicha. Este tipo de enterramiento que se erigió primero en toba y más tarde en piedra, propio del primer período dinástico, se convirtió a partir de la III dinastía en sepultura exclusiva para nobles, sacerdotes y altos dignatarios, mientras que el faraón recibió un tipo de construcción funeraria más monumental, como se evidencia a través del complejo funerario del faraón Djoser en Saqqara (III dinastía, h. 2650 a.C). Proyectado por el arquitecto Imhotep, este conjunto religioso se caracterizó por el empleo de materiales más resistentes, construcciones arquitrabadas (como la sala hipóstila sostenidas pilares), y evidentemente, por la creación de la revolucionaria mastaba de Djoser convertida en pirámide escalonada, al estar formada por cuatro mastabas superpuestas.

A partir de este momento la pirámide se convirtió en la tumba faraónica por excelencia, tomando su forma definitiva con los faraónes Keops, Kefrén y Micerinos (IV dinastía), que mandaron erigir los complejos funerarios de Gizeh y sus pirámides de estructura totalmente geométrica, con las caras lisas perfectamente triangulares. Por el contrario, la pirámide de Dashur, construida por el faraón Snefru, presenta un perfil quebrado que le ha valido el nombre de pirámide romboidal o torcida.

Cerca de la pirámide del faraón, emblema de su grandeza y, por su forma, símbolo del dios solar Ra, se agrupaban las mastabas, las necrópolis privadas donde se enterraba a la familia real y a los funcionarios reales, para acompañar al soberano en su viaje al más allá. En ocasiones junto a la pirámide se levantaba el templo funerario, destinado al culto del faraón, y, cerca al río, el templo del valle, donde era recibido el cuerpo del monarca para practicarle la momificación. Ambos templos quedaban unidos por una avenida cubierta, a través de la cual era conducido el cuerpo del difunto.

La Pintura y la Escultura

Estrechamente vinculada con la arquitectura, la decoración mural de tumbas y templos, con pinturas y relieves policromos, hacía referencia a la vida cotidiana o a las ceremonias celebradas en honor del difunto. Las representaciones pictóricas de este período son escasas, pero de una gran perfección y naturalismo. Realizadas al temple sobre un estucado de yeso, utilizaban una reducida paleta de colores, como en las pinturas de Friso de las ocas de Meidum, de la mastaba del príncipe Nefer-Maat, o en las escenas de las mastabas de Merib.

Tanto el arte de la pintura como el de la escultura vivieron durante el Imperio Antiguo egipcio momentos de especial esplendor, como reflejan el naturalismo del Frisco de las Ocas de Meidum (Museo Egipcio, El Cairo).
La Triada de Micerino representa al faraón flanqueado por la diosa Hathor y la de Asyut (Museo Egipcio, El Cairo).
Esta bella pieza revela la perfección alcanzada por el arte escultórico, austero y naturalista, del Imperio Antiguo.

Por lo que se refiere a la escultura, ésta mostró los rasgos esenciales que, en mayor o menor medida, mantendrá durante toda su evolución: impresión de inmovilidad, rigidez y frontalidad, rasgos vinculados a la concepción filosófico-religiosa que dominó todas sus expresiones artísticas. Así pues, las artes escultóricas también se hicieron eco del mundo simbólico y eterno de la cultura egipcia, elaborando unos modelos que intentaron crear una concepción abstracta de la realidad, con representaciones atemporales, hieráticas y llenas de grandeza, como se pone de manifiesto en las estatuas de dioses y faraones y en los relieves historiados en los que se narran las hazañas gloriosas de los reyes. Son esculturas-bloque, prismáticas y frontales, en las que los personajes se representan de pie y con una pierna avanzada, o bien sentados con las piernas juntas, como la Escultura del faraón Djoser, Kefrén sentado en el trono y la Triada de Micerino. Aunque están dominadas por un punto de vista único, el frontal, la figura humana se trabajaba por los cuatro lados, aunque las visiones laterales y posterior ocupaban un plano secundario.

Durante el reinado de Kefrén las esculturas abandonaron el interior de las tumbas y templos para glorificar al faraón. Es el caso de la célebre Esfinge de Gizeh, tallada en la roca natural del terreno como símbolo de la inmovilidad y solidez del mundo egipcio. No obstante, el realismo se acentúa en las representaciones de personajes de rango inferior, perfectamente individualizados y con una mayor flexibilidad, para los que se emplearon materiales como la madera o la caliza policromada, como en El alcalde del pueblo, y otras figurillas que representan los servidores que acompañaban a sus señores en las tumbas.

Los relieves adquirieron extraordinaria relevancia en la decoración de los monumentos funerarios, donde también se han hallado unas notables placas de madera, talladas en bajorrelieve (Placa de Hesyre), e imágenes en piedra o madera del difunto, como las Estatuas sedentes de Rahotep y Nofret, realizadas en caliza policromada y con una gran vivacidad a pesar de la rigidez y frontalidad de su factura.

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