La Iglesia

Tras la caída del Imperio romano, dos grandes pontífices, san León y san Gregorio Magno (finales del siglo VI), delinearon el plan que habría de seguir la Iglesia en los siglos siguientes: primacía de la Santa Sede (que gracias a los carolingios contó con un Estado propio), independencia respecto de los poderes temporales, monopolio en la definición dogmática, y expansión de la doctrina mediante la acción misionera. En este último aspecto, el desarrollo del monacato desempeñó un papel muy importante. San Benito de Nursia (480-547) fundó la orden benedictina, cuya regla estuvo en la base del desarrollo ulterior de la vida monástica occidental. Los monasterios fueron centro de irradiación cristiana (desde las Islas británicas, por ejemplo, se evangelizó buena parte del mundo germánico) y asimismo de conservación, siquiera parcial, de la cultura clásica, cuya pervivencia peligraba tras las invasiones.

La Iglesia no escapó al fenómeno feudal, pues al recibir tierras de emperadores, reyes y señores, los obispos y abades se convirtieron de hecho en feudatarios, con las consiguientes obligaciones y servidumbres, y a su vez tenían vasallos. Las consecuencias de esta situación fueron la venta de dignidades eclesiásticas (simonía) y el desempeño de tales dignidades por personas que sólo perseguían las ventajas materiales que comportaban (nicolaísmo).

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